Jonathan Huergo
Muerte de Sócrates
En el año 399 a. C., el filósofo griego Sócrates fue llevado a juicio por la ciudad de Atenas, acusado de pervertir a sus jóvenes y alejarlos de los dioses. Se le dio a elegir entre renegar de sus ideas o ser condenado al suicidio por cicuta. Eligió la muerte.
La composición, que imita la de los frisos clásicos (aunque no comparta sus tonos ni colores alegres), está dividida en tres partes: en el centro, Sócrates. Fiero, desafiante, vestido con un purísimo manto blanco. Una mano apuntando al cielo, signo de lo imperecedero de sus ideas, y la otra a punto de asir la copa que acabará con él (se hace notar el discípulo que no puede evitar apartar la vista de la atrocidad que va a cometerse). En la derecha, la mayor parte de sus discípulos, que, descompuestos, hacen gala de todas las gamas de dolor. A la izquierda, el más famoso de los alumnos de Sócrates, Platón. Aunque este no presenció la escena realmente, David lo sitúa a los pies de la cama del maestro, estoico y meditabundo. También en esta parte, más al fondo, puede verse un grupo de mujeres que salen de escena, de entre las que destaca Jantipa, la inminente viuda de Sócrates.
Muchos han querido ver en La muerte de Sócrates una crítica por parte del pintor hacia el régimen autoritario en el que Francia estaba sumida en la década de 1780. Con la revolución a la vuelta de la esquina, parece el mejor momento para presentar al público esta composición, en la que su protagonista está a punto de dar la vida por la preservación de sus ideales. Quizá David tratara de hacer la mayor justicia posible a lo que Platón escribió en su Fedón al narrar la muerte de Sócrates: es el fin del hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales en nuestro tiempo. El más sabio y el más justo de todos.